domingo, 13 de mayo de 2012

EMIRO

EMIRO Cuando Emiro esquivó una piedra al salir de uno de los innumerables huecos del camino, despertó de la ensoñación en la que venía. La mañana estaba fresca; había pájaros en las palmas aceiteras; había llovido la noche anterior, y el ambiente rezumaba la humedad de la selva. La moto que manejaba orgulloso ronroneaba su recién inaugurada compra. Los caminos por entre las plantaciones de palma africana son destapados. Abundan los huecos, la arena, el lodo; de a trechos se encuentras racimos de fruto tirados, caídos de los carros transportadores, las pepas coloradas de un naranja y violeta brillantes, como uvas desgranadas. Mirar el reloj era obligatorio: había salido tarde y debía coger el ferry para pasar al otro lado del río. Pero por fortuna no se oía aún el pito de la embarcación. Como estaba de calentita, Claudia, cuando la dejó en la cama para venirse! Tocarla, sentirla y penetrarla en las mañanas, antes de irse al trabajo se le estaba convirtiendo en una adicción; toda ella llamaba al vicio del amor: sus carnes de mulata recién salida de la adolescencia; su olor de animal montuno; su suavidad de nutria. …Es que uno podría morirse sin afanes. El rió, anchuroso, corre allí sin mayores ínfulas. Sus ochocientos y puya de metros en este recodo, hacen del sitio el más cómodo para el ferry. Los gallinazos vuelan en círculos, en grupos de tres y cuatro: han agarrado algo, porque revolotean bajo. Los negros y mulatos en ambas orillas parlotean mecánicamente; hablar no tiene fondo ni sentido, se dicen cosas del baile, del ron, de la fulanita que esta buenísima, de la corta del fruto del día de ayer, de la varada del tractor, del grano en la cara de la Eduviges, del equipo que se compró y que se va a inaugurar el sábado. Es un parloteo mecánico y automático. El motor del ferry trepida en escala de fa y los escaleras y camiones suben uno a uno por la rampa que el mamotreto ha tirado en la orilla. La gente se arrebuja contra los mamparos y las barandillas a medida que suben. La noche anterior han bajado dos cuerpos río abajo, con la barriga inflada, semidesnudos, tiroteados en varias partes. Parte de la cotidianidad: cholos blanquitos de arriba, de donde están los cocales, muertos por los guerrilleros o por sus contrarios los paracos o por sus socios de cultivos. Váyase a saber. Como dice Don Ulises, nada que no pase a diario desde que llegaron la maldita coca y sus sirvientes. Son cinco minutos y el armatoste toca la otra orilla; deja caer la compuerta de salida, una especie de levadizo metálico, como un puente que permite tanto la entrada como la salida, y en un santiamén queda desocupado por hombres y vehículos. Emiro ha bajado de los primeros y ha seguido su camino por entre la palmera del otro lado del río, hacia la fábrica; le molesta un dolorcito de estomago que lleva. Seguramente la aguapanela o el esfuerzo con la Claudia. Cuando llegue al sitio de reunión con el supervisor piensa que se sentará un rato para quitarse la pendejada. También le ha empezado a fastidiar el alma y no sabe porqué, le estorba como una corbata. Es una sensación parecida a la de aquel día que su mamá se fue con otro tipo, con los pesos del surtido de la tienda del padrastro y dejándolos solos al marido, a él y los pequeñitos. En las tierras bajas de los ríos, en su desembocadura al mar, en las rías, en los esteros, el calor se potencializa con la humedad. Los trópicos de por si acuosos, adquieren en estas zonas definiciones líquidas, respirar tiene connotaciones de respiración branquial, se parece pez todo el tiempo y se suda a chorros, con mas veras cuando se está en la temporada de lluvia y ha caído ésta en la noche anterior, y es mediodía, el cielo esta gris y la temperatura es de caldera. Así era la tarde de ese día, cuando unos recolectores de pepa, como se le dice a los racimos de la palma africana, en su andareguear ordenado por las hileras y filas de las plantas en cosecha, encontraron el cuerpo de un hombre de unos veintidós años, trigueño oscuro, pelo lacio hermoso, contextura mediana, bien proporcionado y de semblante triste. Se hallaba supino al lado de un montón de las hojas de la palma que se van acumulando con el corte del fruto y hubiera parecido dormido de no ser porque uno de los brazos, el derecho, que tenia estirado hacia el bajo vientre, se lo veía ensangrentado. Al que le decían Wicho y que fué el primero en verlo, le hizo un volantín el susto en el estomago, pero sin dejarse acobardar, se inclinó sobre el hombre: “mompa: ¿Qué pasa? Estaba muerto. Los hermanos Banguera, los del lado de allá del río tenían fama de alharacosos y feos. Negros chúcaros raizales de la ribera sur del río se habían ganado el poco honorable renombre de ladrones de fruto. Aparecían de cuando en vez llevando toneladas de pepa a las pesas de las fábricas, cuando todo el mundo sabía que no tenían más de dos hectáreas de monte mal tenido y poco cultivado. El ron no les faltaba los fines de semana, desde los viernes, al igual que impajaritables eran las rumbas en Pital, al otro lado del río, en el camino a la carretera principal. El Eisen, el mayor y líder natural, usufructuaba una negra grandota de nalgas generosas y bien torneado cuerpo a la que había hecho su compañera de tragos y bacanales; Jason y Hayder, en cambio, cambiaban de hembra para cada rumba, generalmente negras ampulosas, lascivamente deseables, de de carnes macizas y generosas. Animales amatorios, eróticos y libidinosos. En la tienda de la señora Cleofe, un putiaderito sin muchas ínfulas en la misma carretera de Pital, estaban los Banguera y otros dos tipos, trancandole al guaro, en la tarde del día de la muerte de Emiro, cuando llegó Humberto de Jesús Montoya, el padrastro de Emiro, con dos amigos que mas que ello, parecían acólitos de algún rito. No hubo muchas palabras de los recién llegados a los fiestatenientes. Solo habló Don Humberto. … “Se me quedan quietos, hijueputas.” Se oía una voz tranquila y suave, pero con una carga enorme de tensión y rabia. Tres revólveres enfatizaban la orden, la subrayaban Don Humberto a pesar de ser solo el padrastro de Emiro, lo había educado a su lado y lo había querido como un hijo. Cuando su mujer, la mamá de Emiro, lo abandonó para vivir una aventura con un pelado vicioso aún imberbe, el muchacho había quedado con él. El era su verdadero padre, el niño no hubiera reconocido otro, el era quien lo había criado. Y es que el amor es aún mas fuerte entre abandonados y huérfanos de cariño. Esto se le notó en la voz a Don Humberto, cuando encañonó a los Banguera. El Eissen protestaba inocencia, cuando lo amarraban de la parte de atrás del jeep. También los otros. Palabras que se oían huecas y que Don Humberto no escuchaba porque ya sabía que a las doce y treinta de ese día, cuando Emiro iba para el comisariato, en la moto, a almorzar, los Banguera, con un cabo atesado a través de la carretera, habían hecho caer de la moto al muchacho, y una vez en el suelo, le habían tiroteado tres veces, y que luego de esculcarlo y sacarle la plata que llevaba para la compra de la alcoba matrimonial, lo habían halado para la palmera, dejándolo en la posición en que fue encontrado. Y lo sabía porque para mala fortuna de ellos los había visto un niño de los que llevan los portacomidas a los trabajadores que se quedan en la palmera, y que corrió acucioso a contar lo visto cuando sintió que era segura la marcha; Y también lo sabía porque él y Claudia, la mulata de Emiro, de carnes duras y suaves, habían visto todo cuanto había pasado, porque sus entrañas veían todo cuanto ocurría a las personas que amaban y habían gritado tratando de salvarlo sin poder hacerlo, y hubieran podido reconocer sitio y personas sin haberlos visto antes porque el amor todo lo puede. Cuando llegaron con los amarrados a Imbilí, todo el caserío era una congregación de fieles de la Santa Venganza que asistían a una fiesta con los Banguera. Los miraban a la llegada como se miran los micos en los zoológicos, sin pararles demasiadas bolas, al desgaire; solo importaba lo que haría Don Humberto y la rumba que se estaba viviendo. Pueblo de negros bacanes y mulatos tesos y blancos de cuidado, Imbilí salía de la monotonía diaria para vivir un carnaval espontáneo e improvisado. Por eso cuando Don Humberto sacó una motosierra y la prendió, todo el mundo sabía lo que iba a pasar y lo degustaba. Todo era fiesta. Unos tomaban aguardiente, otros cerveza, otros se saludaban como cuando uno se encuentra a otro en otro lado, y todos reían, y el bullicio era tan alto que nadie oía lo que gritaban los Banguera, blancos del terror, líquidos en su orina y en su llanto, lívidos, cerosas sus pieles de ébano. Cuando Don Humberto partió en dos a Eisen a la altura del estomago, después de haberle cercenado las manos bien sostenidas por los dos acólitos que lo asistían, la muchedumbre rugió de placer. Solo una que otra mujer volteó la cara “porque eso se veía feo”. Pero solo por un instante, para volver de nuevo a la ‘misa’. Los pedazos fueron botados al río a medida que fueron cortados. Solo las cabezas fueron dejadas para el final.Todo parecía una mala película mexicana, aunque la mise en scene tenía tintes de un barroco Cuando la ceremonia terminó, alguien sacó pareja y se armó soberana rumba. El equipo tronaba salsa de Richie Ray. Juanita, la muchachita que ayudaba a mi mujer los fines de semana y que me estaba contando el hecho, me dijo que todo había estado muy bacano, pero que lo único que no le había gustado era que cuando cortaban los huesos con la motosierra se le destemplaban los dientes. Roberto Vélez Isaza

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